Adalberto
La pandemia mundial desatada por la nueva y desconocida enfermedad Covid-19 y los intentos por contener su impacto, han presentado a la humanidad dos grandes campos en conflicto. Por una parte, vivimos tiempos de inestabilidad, de pánico en todo el mundo, de incertidumbre sobre el qué ocurrirá con nosotros, de sospecha del prójimo; en otras palabras, se está consolidando un espíritu de época sintetizado en que la angustiosa contingencia del porvenir es la única certeza.
Por otra parte, estamos siendo testigos de la confesión de derrota de los mercados mundiales y sus sacerdotes, profetas del libre comercio y de deshacerse de las fronteras para las mercancías, pero no para las personas, de abandonar lo que consideraron son costosos sistemas públicos de salud, y de reducir el Estado.
Hace casi 40 años el mundo cambió profundamente; para dar lugar al predominio del libre mercado y el comercio internacional, de la mano del capital financiero, como ejes rectores del nuevo mundo. Nuevas élites de intelectuales, locutores de televisión y radio, funcionarios públicos ubicados en posiciones de toma de decisiones dentro de gobiernos y Estado, instituciones financieras internacionales, grandes empresarios, todos coincidieron en imponer la visión de que para organizar a las sociedades del planeta y resolver sus problemas era necesario minimizar el Estado al máximo posible, para entonces permitir que el mercado actuara libremente; es decir, el nacimiento de un mundo global dirigido por lo que se conoce como neoliberalismo.
Pero la debilidad de la globalización neoliberal tiene también otros antecedentes, además de los generados por la pandemia. La crisis económica mundial iniciada en 2008 que estalló en la esfera inmobiliaria, tuvo que ser enfrentada por el gobierno del entonces presidente norteamericano Barack Obama estatizando parcialmente la banca para rescatar de la quiebra a los banqueros privados. Con ello, la idea de la eficiencia de libre mercado y de la lógica del eficientismo empresarial como viga maestra de la administración pública del Estado neoliberal, demostró en la realidad su incapacidad para proteger el ahorro de los ciudadanos en favor del rescate de las instituciones bancarias privadas.
A partir del año de 2012 las estadísticas del Banco Mundial demuestran una ralentización de la economía mundial, expresada particularmente en el decrecimiento de las tasas del comercio de exportaciones; por lo que la utopía neoliberal de la liberalización de los mercados como motor de la economía mundial comenzó a perder piso. Cuando el proyecto neoliberal triunfó como ideología política se presentó a sí mismo como lo única alternativa posible tras el fracaso de todas las experiencias del pasado. Pero ahora ese triunfo también se resquebraja y se profundiza con la crisis generada por la actual pandemia mundial, dejando a la humanidad sin la claridad de un rumbo.
En ese sentido, paradójicamente, no hay una respuesta globalizada a un problema global. Asistimos al fracaso de la globalización; se globalizan los mercados de acciones financieras, pero no de la protección social de las personas. Queda claro que los mercados financieros no curan enfermedades globales, sólo intensifican sus consecuencias en los más débiles. Ninguna institución global tiene la más mínima posibilidad de cohesionar las voluntades y esfuerzos sociales para enfrentar las adversidades globales, como la actual pandemia. Es decir, la globalización hasta ahora funciona sólo como modo de acrecentar ganancias privadas.
Que los mercados y las instituciones globales ahora se escuden detrás de las legitimidades estatales para intentar contener los demonios destructivos que esta forma de globalización ha desatado, es la constitución de un doble fracaso. De las instituciones globales para proponer factibles respuestas para proteger la salud de las personas de todos los países; y de los mercados globales para impedir el descalabro económico mundial acelerado por la pandemia.
Al estancamiento económico de los últimos años ahora le sigue la recesión global; es decir, un decrecimiento de las economías locales que va a llevar a un cierre viral de empresas, al despido de millones de trabajadores y trabajadoras, a la destrucción del ahorro familiar, al aumento de la pobreza y el sufrimiento social.
Y nuevamente los sacerdotes de la globalización, inflados en su mezquindad, se cruzan de brazos a la espera de que los Estados nacionales gasten sus últimas reservas, hipotequen el futuro de al menos dos generaciones para contener el enojo popular y atemperar el desastre que los arquitectos de la globalización han ocasionado.
Cuando la pujanza global era evidente, ella tenía muchos padres, cada cual más enardecido respecto a la fingida superioridad histórica del libre mercado. Y ahora que la recesión mundial asoma las orejas, ella se presenta como huérfana y sin responsables. Y tendrá que ser el sacudido Estado el que intente salir al frente para atenuar los terribles costos sociales de una orgía económica de pocos.
Asistimos y asistiremos a una revalorización general del Estado. Tanto en su función social-protectiva, como económica financiera. Ante las nuevas enfermedades globales, pánicos sociales y recesiones económicas, sólo el Estado tiene capacidad organizativa y la legitimidad social como para poder defender a los ciudadanos.
Estamos también ante un momento de regresión colectiva a los miedos sociales, que son los fundamentos de las construcciones estatales. Pero por ahora sólo el Estado, bajo su forma integral de aparato administrativo y sociedad civil politizada, puede orientar voluntades sociales hacia acciones comunes y sacrificios compartidos, que van a requerir las políticas públicas de cuidado ante la pandemia y la recesión económica.
Bajo estas circunstancias el Estado aparece como una comunidad de protección ante los riesgos de muerte y de crisis económica. Y si bien es cierto que el destino de muchos ha de depender de la decisión de pocos que monopolizan las decisiones estatales, y por eso Marx hablaba del Estado como una “comunidad ilusoria”, estas decisiones habrán de ser efectivas para crear un cuerpo colectivo unificado en su determinación de sobreponerse a la adversidad siempre y cuando logre dialogar con las esperanzas profundas de las clases subalternas.
Los seres humanos somos globales por naturaleza. Y nos merecemos un tipo de globalización que vaya más allá de los mercados y los flujos financieros.
Necesitamos una globalización de los conocimientos, del cuidado médico, del tránsito de las personas, de los salarios de los trabajadores y trabajadoras, del cuidado de la naturaleza, de la igualdad entre mujeres y hombres, de los derechos de los pueblos indígenas, de solidaridad internacional desinteresada; es decir, una globalización de la igualdad social en todos los terrenos de la vida, que es lo único que nos enriquece humanamente a todos.